UN DESASTRE
En la nueva oficina de
Atención de Desastres suelen pasar, como diría Sol Caliente, el mensajero de
Gobierno, “cosas de cosas”, básicamente por su estratégica ubicación: queda a
sólo dos pasos de la Cafetería; además, cuenta con un área de atención tan
amplia, tan acogedora…
-Están todos invitados-pregona
el mensajero.
Antes, cuando la oficina no tenía nombre
siquiera y a duras penas ocupaba un asfixiante rinconcito entre Planeación y
Obras, nadie solía acercarse por allí, mucho menos Sol Caliente, que necesita
sentirse a sus anchas para soltar la lengua como debe hacerlo un servidor
público que en virtud de la naturaleza de su labor no puede considerarse
escaparate de nadie, y que además se sabe dueño de un humor picante e
ingenioso, y una gran capacidad histriónica, a menudo adornada con mímicas y
cabriolas. Fue precisamente luego de una de sus chistosas cabriolas cuando el
doctor Pestana, el hombre fuerte de Gobierno, se percató del mal trato que su
Secretaría le estaba dando al personal de Atención de Desastres...
-Se acabó el chiste, doctor.
-Ya veo.
-Todavía no ha visto nada.
-¿Cómo así?
-Asómese a esa oficina.
-¡Caramba! La verdad…
-Como ve, nuestros amigos de Desastres viven
más apretujados que la pobre gente de las invasiones-le dijo el mensajero -. Se
ganaron su casucha, doctor ¡Pobre Desastres!
-Debo admitir que es una falla-manifestó el
doctor Pestana.
Sol Caliente atacó de nuevo:-Vea, le cuento que
la niña Cele ha perdido hasta las nalgas por culpa de la apretadera.
-¡Oh!
-¿Sigo?
-Siga.
-Vea, docto, así nadie puede trabajar con
gusto; adiós apetito, adiós buena cara, adiós todo. Y además, ¿quién va a
acercarse a una oficina como ésa?, ¿quién? Nadie, docto. Por ahí andan
comentando que a los que se portan mal en las otras Secretarías los asustan
diciéndoles que los van a trasladar a Desastres ¡Desastres espanta! Asómese
para que vea, docto.
En consecuencia, el doctor Pestana no tuvo más
remedio que palpar la cruda realidad: ¡Oh, Dios!, tanto Cele como sus dos
compañeros de oficina, Tomasito y Dionisio, estaban laborando en un ambiente de
lo más deplorable. A la pobre señorita Cele no sólo le faltaba espacio para
acomodar su voluminoso trasero, como había insinuado Sol Caliente; en realidad,
carecía de muchas cosas, de todo lo indispensable para desarrollar un buen
trabajo de oficina. Pero no, eso era lo de menos, ya se sabe que lo importante
es el ambiente, nadie puede vivir sin aire y sin luz, y ¡Cele estaba
asfixiándose!, y ¡Cele andaba casi a tientas!: muy cierto, sus lentes
necesitaban más aumento y más aumento cada día. Era injusto tratar así a una
mujer que por lo visto se había casado con la Gobernación-¡Qué vivan felices!-,
y que en vista de ello había recorrido prácticamente todas las Secretarías,
demostrando una eficiencia poco común entre tantas Asistentes acostumbradas a
redactar sólo una página diaria y punto. Por lo tanto, resultaba inadmisible
reprocharle a Cele que en la actualidad se comportara de manera negligente. “Ya
no puedo contar ni con los chistes de Tomasito”, sostenía la mujerona. Era
imposible: Tomasito, que siempre había hecho gala de una chispa a lo Sol
Caliente, estaba ahora tan apagado como la única lámpara del brevísimo espacio
que ocupaba en la casucha, algo que se empeñó en demostrar el buenazo del
mensajero, por supuesto. Pero al pobre Dionisio no le iba mejor; se había
encogido, y así, permanecía semioculto detrás del enorme mamotreto que tenía
por máquina de escribir.
El doctor Pestana tomó entonces la
determinación de cambiar las condiciones de vida de la gente de Atención de
Desastres. Para llevar a cabo dicha transformación, ordenó trasladar todos los
estantes y muebles que ocupaban el viejo y sagrado archivo de la Secretaría a
una bodega del primer piso donde al decir de muchos habita más de un espanto.
Quedó así un amplio espacio entre Jurídica y la Cafetería.
-Aquí-anunció el doctor,
solemnemente-funcionará la nueva oficina de Atención de Desastres.
Luego, una vez acondicionado el sitio, gestionó
la compra del mobiliario y los elementos de trabajo. Y a decir verdad, éstos
tardaron muy poco en llegar. De modo que Desastres pasó a convertirse en la más
moderna y acogedora oficina de Gobierno.
-¡Impacta!-exclamó Sol Caliente-¡Desastres
impacta!-repetía una y otra vez, de oficina en oficina, de Secretaría en
Secretaría.
No era para menos: bastaba echarle una ojeada
al mobiliario, al ambiente, a la nueva cara de Cele; había que oír los chistes
de Tomasito, y ver como se había desentumecido Dionisio, ¡ya no tenía
joroba!...En verdad, como impactaban los cubículos azul tranquilidad, los muebles y escritorios, todos de madera,
todos tan pulidos. Y ni que decir de las sillas giratorias, los tapetes, los
cuadros decorativos, y los dos amplios y confortables butacones para el público
-El docto la sacó de jonrón-concluía Sol
Caliente.
De un día para otro Desastres se había
transformado en la oficina de todos, en la escala obligada de cualquier
excursión del personal a la Cafetería. Como era de esperase, la señora Delia,
la de los tintos, ofició desde un principio como guía y anfitriona, auxiliada
por Berta y Sarita, las dos insignes Asistentes de Gobierno. Circula un chiste
acerca de la larga permanencia de éstas dos mujeres en la Gobernación, un
chiste muy distinto del aplicado a Cele en razón de la misma circunstancia,
algo apenas lógico puesto que Cele trabaja, en cambio, Berta y Sarita bien
podrían hacer parte del inoficioso mobiliario de la ahora reluciente Desastres,
la verdad es que en ocasiones cumplen fielmente con ese papel: Sosténganme esas
carpetas ya que están por aquí, les dice Cele a menudo, feliz de no tener que
desplazarse hasta el archivo. Según el chiste a Berta y a Sarita les van a
conceder muy pronto una placa de reconocimiento: el activo 0001 para Berta, y
el activo 0002 para Sarita.
Pero con placa o sin ella, Berta y Sarita
acabaron por unirse definitivamente al grupo de Desastres. Luego, de manera
espontanea, fueron surgiendo las Citas, Convenciones, las llama Sol Caliente,
quien también pasó a ser parte del grupo. Las Citas las llevan a cabo todos los
días, regularmente en la oficina de Cele. La primera tiene lugar entre las
siete y treinta y las ocho de la mañana; la segunda, después del almuerzo, entre
la una y las dos de la tarde. A veces, participa en ellas alguien más: Gregorio
el Amargado, uno de los Asesores del Programa de Asistencia Social, pero solo
para pasársela criticando y llevarle la contraria a todos, por lo que ya casi
nadie lo toma en cuenta.
En vista de las “cosas de cosas” que pasan en
Desastres, Berta, Sarita y compañía siempre tienen un tema para sus Convenciones. Sol Caliente suele encargarse
de refrescar los casos más
comentados.
-El premio mayor-sostiene-se lo lleva la
pelotera de las dos Asistentes de Obras.
INGRITH vs MINERVA.
Ingrith: Curvilínea ella, y dueña de una
colección de falditas poco apropiadas para la frescura de sus constantes cruces
y descruces de piernas.
Minerva: Bajita y rellena, pero muy convencida
de la atracción que ejerce su empinado traserito.
El ingeniero Álvarez: Alto, simpático, con
plata, carro...
La disputa la definió el concepto 90-60-90, al
fin y al cabo es lo que está de moda: el ingeniero Álvarez eligió a Ingrith.
Pero Minerva fue incapaz de comprender tal elección:
-¿Esa flacucha? Esa flacucha no me a ganar a
mí-aclaró, gritó, publicó. Luego, empezó a perseguir a Ingrith, e Ingrith a
rehuir cualquier encuentro con ella. Finalmente, Ingrith fue cazada por culpa
de un yogurt, del 90-60-90, cabe decir, pues el yogurt hacía parte del proceso
destinado a conservar inalterable su figura de barbie. Ingrith, yogurt en mano,
intentaba llegar a la Cafetería, pero Minerva había preparado muy bien la
emboscada: se ocultó en Desastres, en la oficina de Dionisio. ¡Y en desastre
terminó todo! Lo cierto es que Ingrith salió mal librada del combate, a pesar
de que no le faltó con que defenderse, dado que Dionisio cuenta con abundantes
elementos de trabajo. La Barbie quedó fulminada, tendida sobre el tapete y
abierta de piernas... En consecuencia, alguien corrió a buscar al ingeniero Álvarez;
nadie se atrevía a tocar a su chica.
Hay otro caso muy sonado: el guayabo del doctor
Paredes. Paredes, el Cincuentón, así le llaman todos por debajito, labora en
Gobierno, en Jurídica propiamente, y a diferencia de buena parte de sus
compañeros, se ha distinguido siempre por ser un hombre serio, muy formal y
bastante zanahorio. “Yo creo que se le murió alguien”, sostiene Sol Caliente,
“o más bien algo”, añade, muerto de risa. Sorpresivamente, el cincuentón decidió suspender su luto por un día: se le
ocurrió, cierto jueves de Nómina, seguirle la corriente al combo de alcohólicos
de Gobierno. Como era de esperarse, su organismo, acostumbrado al guarapo y la
Coca Cola pero no al whisky, se resintió demasiado; el pobre de Paredes
amaneció al día siguiente con un guayabo que estuvo a punto de recluirlo de
manera definitiva en el baño de Jurídica. El asunto se complicó debido a que el
doctor Pestana, muy al tanto de la juerguita, quiso verificar personalmente el
comportamiento laboral de los enguayabados. De modo que a Paredes no le quedó
otra alternativa que suspender sus excursiones al baño y aguantar como un mero
macho las ganas de vomitar. Le fue bien;
enfrentó con buena cara y mano firme el saludo detectivesco del jefe mayor. Sin
embargo, el malestar no lo había abandonado, no paraba de revolverle todo; en
vista de ello decidió buscar un refugio que le permitiera sobrellevar semejante
circunstancia, encontrar reposo, pero que no fuera el baño; y claro, escogió a
Desastres, más exactamente la oficina de Tomasito. El buenazo de Tomasito le
cedió su escritorio sin reparo alguno.
-Te acompaño en tu pena-le dijo.
Ahora bien, pasó lo inesperado: Pestana decidió
repetir su ronda de inspección al cabo rato; volvió a pasearse de oficina en
oficina, de rostro en rostro.
Tomasito alertó a Paredes:-Pilas,
superenguayabado, tienes que regresar a Jurídica-le dijo, afanoso, pero lo
único que consiguió fue acelerarle las ganas de vomitar.
-¡La caneca! ¡Dónde está la caneca!-exclamó el
Cincuentón, ya con la mano en la boca. Tomasito, preocupado por la probable
cercanía del doctor Pestana, no le prestó la atención debida al ruego de
Paredes, por lo que éste, a fin de no vaciar su estomago en algún sitio visible,
procedió a abrir una de las gavetas del escritorio...; luego, volvió a
cerrarla. Tomasito se negaba a creer lo que había visto, hasta quiso echarle
una ojeadita a la gaveta, pero justo en ese instante asomó el doctor Pestana.
No entró, asomó la cabeza, frunció el seño y se fue, afortunadamente para
Paredes, pues contrario a lo que él se había imaginado, su estomago almacenaba
aún algunas cositas; a decir verdad, apenas tuvo tiempo de volver la cabeza y acomodarse…
en la otra gaveta.
-¡Pobre Tomasito!-suele decir Sol Caliente-, Paredes
le pringó todas las Playboy.
Sol Caliente Tiene otras historias parecidas,
pero desde hace unos días hay una que nunca puede pasar por alto, y a la que
define como un caso aparte: “El suceso de las bolas”...
Todo ocurrió el miércoles de ceniza. Para
empezar, hay que ubicarse en la oficina de la señorita Cele, a la hora de la
primera Convención, que había empezado como de costumbre a las siete y treinta,
pero que no avanzaba conforme a lo pactado debido a la inexplicable ausencia de
los dos más connotados miembros del grupo: ¿Dónde estaba Cele?, ¿Dónde estaba
Sol Caliente?, ¡¿Dónde, Dios mío?!... Qué les había ocurrido, se preguntaban
sus compañeros una y otra vez, con grande preocupación, qué preocupación la
suya: Sol Caliente había prometido revelarles un chisme de Obras ¡que involucraba a la señorita Ingrith! Ahora, eran
ya casi las ocho y el mensajero nada que aparecía, y tampoco Cele, que era la
única que podía ubicarlo. Pero justo cuando todos se disponían a ocupar su
sitio de trabajo, entró a la oficina la recepcionista de Planeación con un
anuncio que los dejó boquiabiertos: a Cele le había dado un patatús y Sol
Caliente la estaba auxiliando; por el momento permanecían en Obras; alguien
tenía que ayudarle al pobre de Sol Caliente...
-¡Pronto! ¡Pronto!-clamaba la recepcionista.
De inmediato, Dionisio y Tomasito corrieron
hacía Obras, seguidos por Berta y Sarita. Pero sus compañeros ya venían en
camino: Cele, un tanto desvanecida, se apoyaba en el hombro de Sol Caliente;
además, parecía nerviosa, y cómo lloriqueaba, bajo la mirada expectante del
personal de Planeación y Obras.
-Descansa, viejo Sol-le dijo Dionisio al
mensajero, al tiempo que le ofrecía su hombro a Cele; lo mismo hizo Tomasito,
de modo que la mujerona empezó a moverse con más confianza y rapidez.
“Qué pasó, amiga, qué pasó”, le preguntaban
Berta y Sarita, mirando de reojo a Sol Caliente. Pero Cele parecía incapaz de
articular palabra alguna, y el viejo Sol se limitaba a taparse la boca con el
dedo: el asunto debía ser tratado en la intimidad de Desastres, eso dio a
entender. ¡Sol Caliente lo sabía todo! ¿Todo? Qué va; una vez en la oficina de
la señorita Cele, se apresuró a aclarar que él solo estaba al tanto de la
historia en un cincuenta por ciento.
-O menos-añadió.
Al bajarse del bus, notó que había un gentío al
lado del paradero y se acercó a ver lo que pasaba. Se trataba de una mujer a la
que por lo visto le había dado un patatús; permanecía semitendida en el piso;
un negro, en cuclillas, sudoroso, la sostenía por la cabeza, por la espalda...
¡Era Cele!
-¡Pobrecita!-exclamó Berta, mientras acomodaba
a la mujerona en la silla-¡Un negro!, ¡le tocó un negro!-prosiguió,
escandalizada-, ¡la manoseó el negro!, ¡ay, Cele!
Sarita, por su parte, tomó una de las carpetas
vacías que estaban sobre el escritorio y se dedicó a echarle fresco a la
desvanecida; luego, encaró a Sol Caliente:-Y tú qué, ¿la auxiliaste o no?
-Pues claro, de lo contrario no hubiera podido llegar
a la Gobernación-precisó el mensajero.
-¿Y el negro?-insistió Sarita.
-Se largo en cuanto yo actué.
-¡El muy maldito!
-Ni tanto; fue él quien le ayudó a Cele a
bajarse del bus.
-¿A bajarse?
-La auxilió, mujer.
-¿Tú crees eso?
-Es la verdad, hombre, qué culpa tengo yo de que
se haya portado así.
-La manoseó, puedes estar seguro.
-La cosa no va por ese lado, Sarita, ya verás.
-Sigue entonces.
-Hay que esperar, esperemos.
La oficina estaba llena de extraños, y lo
ocurrido a Cele era un tema que de momento pertenecía a la intimidad de
Desastres y sólo de Desastres. Dos o tres intentaron acosar a Cele pero fueron
alejados por Sol Caliente: la pobre no podía hablar, largo. Pasado un rato, el
mensajero reunió a sus íntimos en un
rincón y, mirando de reojo a Cele, les dijo: -Voy a completar lo mío.
-¿Lo tuyo, Sol?-le preguntó Berta.
-Dije claramente que yo estoy al tanto de una
parte de la historia.
-¡Cierto! Cuenta a ver, cuenta.
Todos procedieron a rodearlo.
-Parece-prosiguió el viejo Sol-que a nuestra
amiga le tocó venirse hoy en uno de esos buses de madera que tanto desprecia, y
luego, ya en el camino, el tipo que traía al lado se sacó la picha y se la
enseñó...
-¡Santo Dios, qué inseguridad!-exclamó Berta,
maquinalmente.
Dionisio no pudo aguantar la risa.
-Pero mujer-dijo luego-, cuándo has visto tu
que uno haga daño con esa cosa nada más que apuntando, ¿cuándo, ah?
-¡Grosero!-exclamó Berta, pero de inmediato
volvió al cuento-El caso debió ser más serio-indicó-; algo grave le pasó a Cele...
¡Miren como está la pobre!
Cele se removía en la silla, lloriqueando, pero
lo peor era que continuaba muda. ¡Hasta cuándo iba a seguir así! Ya era hora de
que soltara el resto de la historia. Berta y Sarita entraron en acción.
-No hay nadie, Cele-le dijo Berta, tomando una
de sus manos -; relájate y cuéntanos que fue lo que te pasó, anda.
-Cierto, mujer-indicó Sarita-; mira que eso te
puede servir de mucho.
Cele suspiró, profundamente. De inmediato,
Berta y Sarita buscaron donde acomodarse, e igual Tomasito y Sol Caliente,
Dionisio le puso el seguro a la puerta. Pero pasó un buen rato antes de que
Cele se decidiera a empezar el cuento; luego, tardó casi una hora en relatarlo
todo. En realidad, la historia no es tan larga, pero si fueron largos y
continuos sus lloriqueos, y explosivos y desesperantes sus aspavientos,
mientras la rememoraba. El cuento es éste: En efecto, había tenido que subirse
a uno de esos buses de palo que tanto detesta: le apretadera, los pisones, el
bamboleo, el olor a gasolina quemada, la incomodidad de los puestos, la gentuza…
-Te tocó un negro, ¿no?
-Ya sabemos que te tocó un negro, amiga.
Pasó así: un tipo, por dárselas de amable, se
levantó de su puesto y le dijo, venga, doña, siéntese acá…
-Al lado del negro.
-Qué favorcito el que te hizo.
-¡Cállense, hombre!
-Miren como se ha puesto nuestra amiga.
-Sigue, Cele, no te preocupes.
La mujerona tardó un buen rato en recuperarse;
no le salían las palabras, se angustiaba…
-Ya todo pasó, amiga mía.
-Todo, estás a salvo.
Cele suspiró laaargamente…
-¿Ya, mujer?
-¿Ya, hija?
-Tenía muy mala facha.
El negro, el negro tenía muy mala facha. Cele
se sentó, y en seguida pudo comprobar que el problema del negro no era tanto la
facha como el olorcito que despedía, una revoltura de bocachico con grajo, qué
cosa tan insoportable. El negro se percató de los aspavientos de Cele y algo
gruñó, ¡gruñía!
-Y te miró feo.
-Feísimo.
-¡Yo me hubiera desmayado en el acto!
Cele prefirió ignorar el ataque del negro, cerró
los ojos y se dedicó a respirar a medias.
Y sucedió lo increíble: se durmió.
-Algo debió echarte el tipo.
-Dalo por cierto.
-Ay, amigas, ay.
Cele lloriqueó, para empezar…
-¡¿Por qué a mí?! ¡¿Por qué a mí?!-exclamó
finalmente.
-Dios nos pone a prueba.
-En su infinita sabiduría.
-Sí, es verdad, yo pienso lo mismo.
-Sigue, pues.
-Calmadita, sigue.
Despertó al cruzar por el mercado público, y lo
primero que vio, borrosamente, fue la sonrisa del negro; el malparido estaba
burlándose de ella. ¡Señor! ¡Señor!...
-Tranquila, Cele.
-Estás con nosotros, con tus amigos.
Sol Caliente se relamió:-Como que viene lo
bueno.
-¿Lo bueno, Sol?
-¿Cómo así que lo bueno?
-Lo peor, quiero decir, lo peor para Cele,
amigas. Esperemos, dejémosla que descanse un poquito.
Cele descansó lloriqueando.
Sol Caliente se impacientó:-Cuéntanos, mujer,
¿insultaste al negro?
-No alcancé a decirle nada. Apareció el otro.
-¿El otro?
-Señoras y señores-se oyó-, ustedes olvidaran
mi cara pero no la cruz que estoy obligado a cargar...
Se trataba de un indiecito, procedente de quién
sabe dónde, pequeñísimo él, por supuesto, a duras penas llegaba al metro con
cincuenta; acababa de subir al bus por la puerta de atrás. De momento, lo de su
cruz resultaba incomprensible; no estaba ciego, no estaba mocho, no estaba
cojo... estaba contando cómo había irrumpido en su caserío uno de los grupos
armados que operan en su región y luego de... El indiecito siguió hablando,
pero ya no era posible escuchar lo que decía; el chofer había encendido la
radio. El indiecito se puso furioso; el
no estaba vendiendo confites, ni pasabocas, solo pedía unos minutos de atención
para contar su tragedia... El chofer le gritó que ya estaba cansado de que
importunaran a los pasajeros con tanto cuento triste, pero entonces la gente le
recordó al presunto conductor modelo que tanto él como el resto de choferes de
la ciudad eran unos patanes que nunca habían tenido consideración con nadie;
finalmente, el chofer le bajó el volumen al radio y el indiecito pudo retomar
su historia.
-No voy alargarles el cuento-dijo-; solo quiero
pedirle disculpas a las damas aquí presentes... Perdón, señoras, perdón
señoritas...
Acto seguido, se bajó el pantalón...
-…les pido que sepan comprenderme-prosiguió-, y
que rueguen a Dios para que nunca les ocurra a sus hijos, o a sus esposos, o a
sus hermanos, lo que me aconteció a mí…
Se bajó el calzoncillo...
-¡No tenía nada!-exclamó Cele.
-¿No tenía qué, hija?- quiso saber Berta.
Cele intentó explicarse:-Le quedaba eso…como un pellejo... Y abajo todo
estaba cosido, cosido a la machota... las puntadas se veían horribles, el hilo
se veía horrible... ¡Era horrible!
-Quiere decir que no le colgaban las que debían
colgarle-indicó Dionisio.
-¡No tenías que decirlo!-le reclamó Sarita.
-¿No?
-No tenías que ser tan burdo, ¿no ves que Cele
sigue mal?
La mujerona se había quedado sin aliento, sin
fuerzas, estaba a punto de desvanecerse…
Sus amigas llegaron a una conclusión: Cele
necesitaba aire fresco, relajarse, pensar en otra cosa.
-Bueno, nos vamos para la catedral-indicó
Sarita, al instante.
-¿Cómo así?-preguntó Sol Caliente.
-Para lo de la cruz, niño-le aclaró Berta-. ¿Ya
te olvidaste de la cruz?
No lo había olvidado, ése era el problema…
-¡Sigue pensando en lo otro!-le gritó Sarita.
-No, espérenme, espérenme
-Ah, vienes.
-Voy; no quiero quedarle mal a mamá, lo de la
cruz… ¡se la llevaré requete pintada!
Todos regresaron a Desastres con la cruz de
ceniza requete pintada en la frente; habían estado en comunión con Dios durante
casi una hora, qué gozo.
-Divina la ceremonia-indicó Cele, acomodándose
en su silla, y luego-: Mí madre tiene razón, no hay mejor médico ni mejor
sicólogo que nuestro Señor Jesucristo.
-¡Bendito sea Él!-exclamó Berta.
-Hay que tener fe, mucha fe-recordó Sarita.
¿Qué seguía? El trabajo; lo de Ingrith quedaba para
más tarde. En fin, serenas y en paz con Dios las damas procedieron a iniciar
sus labores diarias. Los caballeros, por su parte, se encaminaron hacia la
Cafetería, en busca del “tintico”; lo traerían a su oficina y a trabajar se
dijo, no tenían pensado emprender charla alguna.
-¿Abro la boca?-preguntó luego Sol Caliente, ya
con el tintico en la mano.
-Ábrela, Sol.
-Ábrela, qué carajo.
-Va, en el acto… ¿Qué fue eso?
Un grito, ¡Cele otra vez! Y volvió a gritar,
durísimo. Los caballeros le dijeron adiós al tintico y echaron a correr hacia la
oficina de la mujerona, con una idea en la cabeza: la pobre se había chiflado.
La encontraron desparramada sobre su silla;
pálida y desfalleciente. Entre tanto, Berta y Sarita, que a la fija habían
volado, intentaban reanimarla. Luego, la oficina fue invadida por la gente de
Planeación, Obras... ¡Por, Dios!, ¿acaso querían asfixiar a Cele? Poco a poco,
Sol Caliente se encargó de convencer a los invasores de que su presencia afectaba a la desvanecida; no solo le quitaba
el aire, también le impedía salir de su ataque de nervios.
-¿Cuál ataque?-le preguntó Sarita al mensajero,
bajito, una vez quedó despejado el panorama.
-¿Y tú qué crees?-le dijo Sol Caliente-, Cele
tiene un trauma.
-Eso se nota-indicó Dionisio.
-Miren, ya vuelve-señaló Berta.
En efecto, Cele parecía reaccionar.
-Ay, Dios, lo vi-balbuceó.
-¿Qué viste, mujer? ¿Qué fue lo que viste?-le
preguntó Sarita.
Entonces lo dijo: el indiecito había entrado a
su oficina.
-¿Qué?-exclamó Berta.
Sarita también se alarmó:-Cálmate, mujer, estás
alucinando.
-No, no, lo vi, lo vi…
-¿Estás segura que es el de las...?, los indios
son todos iguales.
-Es él-dijo Gregorio.
El Amargado acababa de cruzar la puerta, y por
lo visto estaba muy al tanto de lo ocurrido.
-Es el indiecito de Cele-añadió.
-¿De Cele?
-¿Mío? ¡Ay, Dios!
Gregorio no le prestó atención al soponcio de
la mujerona:-Tuve que auxiliar al hombre-refirió.
-¿Al hombre?
-Estamos hablando del indio, Sarita, acuérdate.
Cele lo espantó.
Berta protestó en el acto:-¡Mira lo que estás
diciendo!-, y también Sarita:-¡Cómo te atreves!
Gregorio no le prestó atención a la pataleta de
los dos activos:-Cele espantó al pobre hombre. Ahora está siendo atendido en la
oficina de la primera Dama...
-¿Lo llevaste allá? ¡Estás loco!-exclamó Sol
Caliente; pero no había tiempo para chistes, Gregorio retomó la palabra:
-Voy a simplificarles el asunto-dijo-. Lo que
pasa es que al indiecito no solo lo caparon, además de eso le mataron a su
mujer y a sus hijos y le quemaron el rancho... ¡Quedó sin nada! Ni el mismo se
explica por qué lo dejaron vivo, por qué
Dios le ha permitido sobrevivir. Es
increíble, ¿no?, que ande por ahí después de que... Bueno, ya ustedes lo saben.
-Ay, Dios, pobre tipo-dijo Berta- ¿Pero qué
hace aquí?
-Sencillo: quiere saber si la gobernación le
puede colaborar en algo; no es mucho lo que alcanza a recoger en los buses.
Andaba por ahí, rondando por los pasillos; un viejo se le acercó y le preguntó
que buscaba; entonces, el indiecito se animó a contarle su historia y le pidió
orientación. El viejo lo condujo hasta Gobierno, pero después no encontraba
donde ubicarlo. De pronto, ¡oh, la salvación!: “Mire”, le dijo, indicándole la
oficina del fondo, “se le apareció a usted la virgen”…
El indiecito deletreó.
-Decía Atención de Desastres-cuenta ahora el pobre-,
yo puedo leer, yo sé leer.
¡Atención de Desastres!
-Entre allí-le indicó el viejo-, allí pueden
ayudarle.
-¡No!-exclamó ahora Sarita-No es aquí,
¿cierto?, aquí no es, que yo sepa… ¿Es aquí, Cele?
-Él dice que…
Berta quiso meter la cuchara:-Si es aquí…
-Basta-dijo Dionisio-¿No comprenden?
-¿No comprendemos qué?-le preguntó Sarita.
Tomasito se impacientó:-No es aquí, punto, se
acabó el cuento; que yo sepa nosotros no
tenemos velas en ese entierro.
-¿No? ¿Verdad que no?-le preguntó Cele a
Gregorio, presa aún de la angustia.
El Amargado paseó la vista por la oficina…
-¿Entonces?-insistió la mujerona.
Y el Amargado aclaró la situación:-Le aseguro a
todos ustedes que el Desastre del
indiecito no le incumbe a Atención de Desastres.
-¡Demasiados desastres!-exclamó Sol Caliente.
-¿Cómo así?
-Los tuyos, Amargado, mencionaste como tres
desastres.
-Los míos, por supuesto. Especifico: El caso
del señor José Cometa no le incumbe a esta
Oficina.
-¿Cometa?-preguntó Sarita, extrañada.
-Sí, Cometa, ése es su apellido; tenga usted
presente, mi querida dama, que se trata de un indígena.
-Los indios tienen nombres raros, ¿no?, nombres
de plantas o cosas así, hasta de animales.
-¡Dios mío!-exclamó Cele.
¿De vuelta a la imagen que tanto la atribulaba?
No sabe explicarse.
-¿Qué le harían a su mujer?-insiste en
preguntar Berta.
-Alguna barbaridad-se le ocurre decir a Sarita.
FIN
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