martes, 27 de agosto de 2013

Publico a continuación un cuento que escribí hace algunos años, y que hace parte de mi colección: '' ¡Santa Meri de Cartagena!''

UN DESASTRE
En la nueva oficina de Atención de Desastres suelen pasar, como diría Sol Caliente, el mensajero de Gobierno, “cosas de cosas”, básicamente por su estratégica ubicación: queda a sólo dos pasos de la Cafetería; además, cuenta con un área de atención tan amplia, tan acogedora…
-Están todos invitados-pregona el mensajero.
Antes, cuando la oficina no tenía nombre siquiera y a duras penas ocupaba un asfixiante rinconcito entre Planeación y Obras, nadie solía acercarse por allí, mucho menos Sol Caliente, que necesita sentirse a sus anchas para soltar la lengua como debe hacerlo un servidor público que en virtud de la naturaleza de su labor no puede considerarse escaparate de nadie, y que además se sabe dueño de un humor picante e ingenioso, y una gran capacidad histriónica, a menudo adornada con mímicas y cabriolas. Fue precisamente luego de una de sus chistosas cabriolas cuando el doctor Pestana, el hombre fuerte de Gobierno, se percató del mal trato que su Secretaría le estaba dando al personal de Atención de Desastres...
-Se acabó el chiste, doctor.
-Ya veo.
-Todavía no ha visto nada.
-¿Cómo así?
-Asómese a esa oficina.
-¡Caramba! La verdad…
-Como ve, nuestros amigos de Desastres viven más apretujados que la pobre gente de las invasiones-le dijo el mensajero -. Se ganaron su casucha, doctor ¡Pobre Desastres!
-Debo admitir que es una falla-manifestó el doctor Pestana.
Sol Caliente atacó de nuevo:-Vea, le cuento que la niña Cele ha perdido hasta las nalgas por culpa de la apretadera.
-¡Oh!
-¿Sigo?
-Siga.
-Vea, docto, así nadie puede trabajar con gusto; adiós apetito, adiós buena cara, adiós todo. Y además, ¿quién va a acercarse a una oficina como ésa?, ¿quién? Nadie, docto. Por ahí andan comentando que a los que se portan mal en las otras Secretarías los asustan diciéndoles que los van a trasladar a Desastres ¡Desastres espanta! Asómese para que vea, docto.
En consecuencia, el doctor Pestana no tuvo más remedio que palpar la cruda realidad: ¡Oh, Dios!, tanto Cele como sus dos compañeros de oficina, Tomasito y Dionisio, estaban laborando en un ambiente de lo más deplorable. A la pobre señorita Cele no sólo le faltaba espacio para acomodar su voluminoso trasero, como había insinuado Sol Caliente; en realidad, carecía de muchas cosas, de todo lo indispensable para desarrollar un buen trabajo de oficina. Pero no, eso era lo de menos, ya se sabe que lo importante es el ambiente, nadie puede vivir sin aire y sin luz, y ¡Cele estaba asfixiándose!, y ¡Cele andaba casi a tientas!: muy cierto, sus lentes necesitaban más aumento y más aumento cada día. Era injusto tratar así a una mujer que por lo visto se había casado con la Gobernación-¡Qué vivan felices!-, y que en vista de ello había recorrido prácticamente todas las Secretarías, demostrando una eficiencia poco común entre tantas Asistentes acostumbradas a redactar sólo una página diaria y punto. Por lo tanto, resultaba inadmisible reprocharle a Cele que en la actualidad se comportara de manera negligente. “Ya no puedo contar ni con los chistes de Tomasito”, sostenía la mujerona. Era imposible: Tomasito, que siempre había hecho gala de una chispa a lo Sol Caliente, estaba ahora tan apagado como la única lámpara del brevísimo espacio que ocupaba en la casucha, algo que se empeñó en demostrar el buenazo del mensajero, por supuesto. Pero al pobre Dionisio no le iba mejor; se había encogido, y así, permanecía semioculto detrás del enorme mamotreto que tenía por máquina de escribir.
El doctor Pestana tomó entonces la determinación de cambiar las condiciones de vida de la gente de Atención de Desastres. Para llevar a cabo dicha transformación, ordenó trasladar todos los estantes y muebles que ocupaban el viejo y sagrado archivo de la Secretaría a una bodega del primer piso donde al decir de muchos habita más de un espanto. Quedó así un amplio espacio entre Jurídica y la Cafetería.
-Aquí-anunció el doctor, solemnemente-funcionará la nueva oficina de Atención de Desastres.
Luego, una vez acondicionado el sitio, gestionó la compra del mobiliario y los elementos de trabajo. Y a decir verdad, éstos tardaron muy poco en llegar. De modo que Desastres pasó a convertirse en la más moderna y acogedora oficina de Gobierno.
-¡Impacta!-exclamó Sol Caliente-¡Desastres impacta!-repetía una y otra vez, de oficina en oficina, de Secretaría en Secretaría.
No era para menos: bastaba echarle una ojeada al mobiliario, al ambiente, a la nueva cara de Cele; había que oír los chistes de Tomasito, y ver como se había desentumecido Dionisio, ¡ya no tenía joroba!...En verdad, como impactaban los cubículos azul tranquilidad, los muebles y escritorios, todos de madera, todos tan pulidos. Y ni que decir de las sillas giratorias, los tapetes, los cuadros decorativos, y los dos amplios y confortables butacones para el público
-El docto la sacó de jonrón-concluía Sol Caliente.
De un día para otro Desastres se había transformado en la oficina de todos, en la escala obligada de cualquier excursión del personal a la Cafetería. Como era de esperase, la señora Delia, la de los tintos, ofició desde un principio como guía y anfitriona, auxiliada por Berta y Sarita, las dos insignes Asistentes de Gobierno. Circula un chiste acerca de la larga permanencia de éstas dos mujeres en la Gobernación, un chiste muy distinto del aplicado a Cele en razón de la misma circunstancia, algo apenas lógico puesto que Cele trabaja, en cambio, Berta y Sarita bien podrían hacer parte del inoficioso mobiliario de la ahora reluciente Desastres, la verdad es que en ocasiones cumplen fielmente con ese papel: Sosténganme esas carpetas ya que están por aquí, les dice Cele a menudo, feliz de no tener que desplazarse hasta el archivo. Según el chiste a Berta y a Sarita les van a conceder muy pronto una placa de reconocimiento: el activo 0001 para Berta, y el activo 0002 para Sarita.
Pero con placa o sin ella, Berta y Sarita acabaron por unirse definitivamente al grupo de Desastres. Luego, de manera espontanea, fueron surgiendo las Citas, Convenciones, las llama Sol Caliente, quien también pasó a ser parte del grupo. Las Citas las llevan a cabo todos los días, regularmente en la oficina de Cele. La primera tiene lugar entre las siete y treinta y las ocho de la mañana; la segunda, después del almuerzo, entre la una y las dos de la tarde. A veces, participa en ellas alguien más: Gregorio el Amargado, uno de los Asesores del Programa de Asistencia Social, pero solo para pasársela criticando y llevarle la contraria a todos, por lo que ya casi nadie lo toma en cuenta.
En vista de las “cosas de cosas” que pasan en Desastres, Berta, Sarita y compañía siempre tienen un tema para sus  Convenciones. Sol Caliente suele encargarse de refrescar los casos más comentados.
-El premio mayor-sostiene-se lo lleva la pelotera de las dos Asistentes de Obras.
INGRITH vs MINERVA.
Ingrith: Curvilínea ella, y dueña de una colección de falditas poco apropiadas para la frescura de sus constantes cruces y descruces de piernas.
Minerva: Bajita y rellena, pero muy convencida de la atracción que ejerce su empinado traserito.
El ingeniero Álvarez: Alto, simpático, con plata, carro...
La disputa la definió el concepto 90-60-90, al fin y al cabo es lo que está de moda: el ingeniero Álvarez eligió a Ingrith. Pero Minerva fue incapaz de comprender tal elección:
-¿Esa flacucha? Esa flacucha no me a ganar a mí-aclaró, gritó, publicó. Luego, empezó a perseguir a Ingrith, e Ingrith a rehuir cualquier encuentro con ella. Finalmente, Ingrith fue cazada por culpa de un yogurt, del 90-60-90, cabe decir, pues el yogurt hacía parte del proceso destinado a conservar inalterable su figura de barbie. Ingrith, yogurt en mano, intentaba llegar a la Cafetería, pero Minerva había preparado muy bien la emboscada: se ocultó en Desastres, en la oficina de Dionisio. ¡Y en desastre terminó todo! Lo cierto es que Ingrith salió mal librada del combate, a pesar de que no le faltó con que defenderse, dado que Dionisio cuenta con abundantes elementos de trabajo. La Barbie quedó fulminada, tendida sobre el tapete y abierta de piernas... En consecuencia, alguien corrió a buscar al ingeniero Álvarez; nadie se atrevía a tocar a su chica.
Hay otro caso muy sonado: el guayabo del doctor Paredes. Paredes, el Cincuentón, así le llaman todos por debajito, labora en Gobierno, en Jurídica propiamente, y a diferencia de buena parte de sus compañeros, se ha distinguido siempre por ser un hombre serio, muy formal y bastante zanahorio. “Yo creo que se le murió alguien”, sostiene Sol Caliente, “o más bien algo”, añade, muerto de risa. Sorpresivamente, el cincuentón  decidió suspender su luto por un día: se le ocurrió, cierto jueves de Nómina, seguirle la corriente al combo de alcohólicos de Gobierno. Como era de esperarse, su organismo, acostumbrado al guarapo y la Coca Cola pero no al whisky, se resintió demasiado; el pobre de Paredes amaneció al día siguiente con un guayabo que estuvo a punto de recluirlo de manera definitiva en el baño de Jurídica. El asunto se complicó debido a que el doctor Pestana, muy al tanto de la juerguita, quiso verificar personalmente el comportamiento laboral de los enguayabados. De modo que a Paredes no le quedó otra alternativa que suspender sus excursiones al baño y aguantar como un mero macho las  ganas de vomitar. Le fue bien; enfrentó con buena cara y mano firme el saludo detectivesco del jefe mayor. Sin embargo, el malestar no lo había abandonado, no paraba de revolverle todo; en vista de ello decidió buscar un refugio que le permitiera sobrellevar semejante circunstancia, encontrar reposo, pero que no fuera el baño; y claro, escogió a Desastres, más exactamente la oficina de Tomasito. El buenazo de Tomasito le cedió su escritorio sin reparo alguno.
-Te acompaño en tu pena-le dijo.
Ahora bien, pasó lo inesperado: Pestana decidió repetir su ronda de inspección al cabo rato; volvió a pasearse de oficina en oficina, de rostro en rostro.
Tomasito alertó a Paredes:-Pilas, superenguayabado, tienes que regresar a Jurídica-le dijo, afanoso, pero lo único que consiguió fue acelerarle las ganas de vomitar.
-¡La caneca! ¡Dónde está la caneca!-exclamó el Cincuentón, ya con la mano en la boca. Tomasito, preocupado por la probable cercanía del doctor Pestana, no le prestó la atención debida al ruego de Paredes, por lo que éste, a fin de no vaciar su estomago en algún sitio visible, procedió a abrir una de las gavetas del escritorio...; luego, volvió a cerrarla. Tomasito se negaba a creer lo que había visto, hasta quiso echarle una ojeadita a la gaveta, pero justo en ese instante asomó el doctor Pestana. No entró, asomó la cabeza, frunció el seño y se fue, afortunadamente para Paredes, pues contrario a lo que él se había imaginado, su estomago almacenaba aún algunas cositas; a decir verdad, apenas tuvo tiempo de volver la cabeza y acomodarse… en la otra gaveta.
-¡Pobre Tomasito!-suele decir Sol Caliente-, Paredes le pringó todas las Playboy.                                                           
Sol Caliente Tiene otras historias parecidas, pero desde hace unos días hay una que nunca puede pasar por alto, y a la que define como un caso aparte: “El suceso de las bolas”...
Todo ocurrió el miércoles de ceniza. Para empezar, hay que ubicarse en la oficina de la señorita Cele, a la hora de la primera Convención, que había empezado como de costumbre a las siete y treinta, pero que no avanzaba conforme a lo pactado debido a la inexplicable ausencia de los dos más connotados miembros del grupo: ¿Dónde estaba Cele?, ¿Dónde estaba Sol Caliente?, ¡¿Dónde, Dios mío?!... Qué les había ocurrido, se preguntaban sus compañeros una y otra vez, con grande preocupación, qué preocupación la suya: Sol Caliente había prometido revelarles un chisme de Obras ¡que  involucraba a la señorita Ingrith! Ahora, eran ya casi las ocho y el mensajero nada que aparecía, y tampoco Cele, que era la única que podía ubicarlo. Pero justo cuando todos se disponían a ocupar su sitio de trabajo, entró a la oficina la recepcionista de Planeación con un anuncio que los dejó boquiabiertos: a Cele le había dado un patatús y Sol Caliente la estaba auxiliando; por el momento permanecían en Obras; alguien tenía que ayudarle al pobre de Sol Caliente...
-¡Pronto! ¡Pronto!-clamaba la recepcionista.
De inmediato, Dionisio y Tomasito corrieron hacía Obras, seguidos por Berta y Sarita. Pero sus compañeros ya venían en camino: Cele, un tanto desvanecida, se apoyaba en el hombro de Sol Caliente; además, parecía nerviosa, y cómo lloriqueaba, bajo la mirada expectante del personal de Planeación y Obras.
-Descansa, viejo Sol-le dijo Dionisio al mensajero, al tiempo que le ofrecía su hombro a Cele; lo mismo hizo Tomasito, de modo que la mujerona empezó a moverse con más confianza y rapidez.
“Qué pasó, amiga, qué pasó”, le preguntaban Berta y Sarita, mirando de reojo a Sol Caliente. Pero Cele parecía incapaz de articular palabra alguna, y el viejo Sol se limitaba a taparse la boca con el dedo: el asunto debía ser tratado en la intimidad de Desastres, eso dio a entender. ¡Sol Caliente lo sabía todo! ¿Todo? Qué va; una vez en la oficina de la señorita Cele, se apresuró a aclarar que él solo estaba al tanto de la historia en un cincuenta por ciento.       
-O menos-añadió.
Al bajarse del bus, notó que había un gentío al lado del paradero y se acercó a ver lo que pasaba. Se trataba de una mujer a la que por lo visto le había dado un patatús; permanecía semitendida en el piso; un negro, en cuclillas, sudoroso, la sostenía por la cabeza, por la espalda... ¡Era Cele!
-¡Pobrecita!-exclamó Berta, mientras acomodaba a la mujerona en la silla-¡Un negro!, ¡le tocó un negro!-prosiguió, escandalizada-, ¡la manoseó el negro!, ¡ay, Cele!
Sarita, por su parte, tomó una de las carpetas vacías que estaban sobre el escritorio y se dedicó a echarle fresco a la desvanecida; luego, encaró a Sol Caliente:-Y tú qué, ¿la auxiliaste o no?
-Pues claro, de lo contrario no hubiera podido llegar a la Gobernación-precisó el mensajero.
-¿Y el negro?-insistió Sarita.
-Se largo en cuanto yo actué.
-¡El muy maldito!
-Ni tanto; fue él quien le ayudó a Cele a bajarse del bus.
-¿A bajarse?
-La auxilió, mujer.
-¿Tú crees eso?
-Es la verdad, hombre, qué culpa tengo yo de que se haya portado así.
-La manoseó, puedes estar seguro.
-La cosa no va por ese lado, Sarita, ya verás.
-Sigue entonces.
-Hay que esperar, esperemos.
La oficina estaba llena de extraños, y lo ocurrido a Cele era un tema que de momento pertenecía a la intimidad de Desastres y sólo de Desastres. Dos o tres intentaron acosar a Cele pero fueron alejados por Sol Caliente: la pobre no podía hablar, largo. Pasado un rato, el mensajero reunió a sus íntimos en un rincón y, mirando de reojo a Cele, les dijo: -Voy a completar lo mío.
-¿Lo tuyo, Sol?-le preguntó Berta.
-Dije claramente que yo estoy al tanto de una parte de la historia.
-¡Cierto! Cuenta a ver, cuenta. 
Todos procedieron a rodearlo.
-Parece-prosiguió el viejo Sol-que a nuestra amiga le tocó venirse hoy en uno de esos buses de madera que tanto desprecia, y luego, ya en el camino, el tipo que traía al lado se sacó la picha y se la enseñó...
-¡Santo Dios, qué inseguridad!-exclamó Berta, maquinalmente.
Dionisio no pudo aguantar la risa.
-Pero mujer-dijo luego-, cuándo has visto tu que uno haga daño con esa cosa nada más que apuntando, ¿cuándo, ah?
-¡Grosero!-exclamó Berta, pero de inmediato volvió al cuento-El caso debió ser más serio-indicó-; algo grave le pasó a Cele... ¡Miren como está la pobre!
Cele se removía en la silla, lloriqueando, pero lo peor era que continuaba muda. ¡Hasta cuándo iba a seguir así! Ya era hora de que soltara el resto de la historia. Berta y Sarita entraron en acción.
-No hay nadie, Cele-le dijo Berta, tomando una de sus manos -; relájate y cuéntanos que fue lo que te pasó, anda.
-Cierto, mujer-indicó Sarita-; mira que eso te puede servir de mucho.
Cele suspiró, profundamente. De inmediato, Berta y Sarita buscaron donde acomodarse, e igual Tomasito y Sol Caliente, Dionisio le puso el seguro a la puerta. Pero pasó un buen rato antes de que Cele se decidiera a empezar el cuento; luego, tardó casi una hora en relatarlo todo. En realidad, la historia no es tan larga, pero si fueron largos y continuos sus lloriqueos, y explosivos y desesperantes sus aspavientos, mientras la rememoraba. El cuento es éste: En efecto, había tenido que subirse a uno de esos buses de palo que tanto detesta: le apretadera, los pisones, el bamboleo, el olor a gasolina quemada, la incomodidad de los puestos, la gentuza…
-Te tocó un negro, ¿no?
-Ya sabemos que te tocó un negro, amiga.
Pasó así: un tipo, por dárselas de amable, se levantó de su puesto y le dijo, venga, doña, siéntese acá…
-Al lado del negro.
-Qué favorcito el que te hizo.
-¡Cállense, hombre!
-Miren como se ha puesto nuestra amiga.
-Sigue, Cele, no te preocupes.
La mujerona tardó un buen rato en recuperarse; no le salían las palabras, se angustiaba…
-Ya todo pasó, amiga mía.
-Todo, estás a salvo.
Cele suspiró laaargamente…
-¿Ya, mujer?
-¿Ya, hija?
-Tenía muy mala facha.
El negro, el negro tenía muy mala facha. Cele se sentó, y en seguida pudo comprobar que el problema del negro no era tanto la facha como el olorcito que despedía, una revoltura de bocachico con grajo, qué cosa tan insoportable. El negro se percató de los aspavientos de Cele y algo gruñó, ¡gruñía!
-Y te miró feo.
-Feísimo.
-¡Yo me hubiera desmayado en el acto!
Cele prefirió ignorar el ataque del negro, cerró los ojos  y se dedicó a respirar a medias. Y sucedió lo increíble: se durmió.
-Algo debió echarte el tipo.
-Dalo por cierto.
-Ay, amigas, ay.
Cele lloriqueó, para empezar…
-¡¿Por qué a mí?! ¡¿Por qué a mí?!-exclamó finalmente.
-Dios nos pone a prueba.
-En su infinita sabiduría.
-Sí, es verdad, yo pienso lo mismo.
-Sigue, pues.
-Calmadita, sigue.
Despertó al cruzar por el mercado público, y lo primero que vio, borrosamente, fue la sonrisa del negro; el malparido estaba burlándose de ella. ¡Señor! ¡Señor!...
-Tranquila, Cele.
-Estás con nosotros, con tus amigos.
Sol Caliente se relamió:-Como que viene lo bueno.
-¿Lo bueno, Sol?
-¿Cómo así que lo bueno?
-Lo peor, quiero decir, lo peor para Cele, amigas. Esperemos, dejémosla que descanse un poquito.
Cele descansó lloriqueando.  
Sol Caliente se impacientó:-Cuéntanos, mujer, ¿insultaste al negro?
-No alcancé a decirle nada. Apareció el otro.
-¿El otro?
-Señoras y señores-se oyó-, ustedes olvidaran mi cara pero no la cruz que estoy obligado a cargar...
Se trataba de un indiecito, procedente de quién sabe dónde, pequeñísimo él, por supuesto, a duras penas llegaba al metro con cincuenta; acababa de subir al bus por la puerta de atrás. De momento, lo de su cruz resultaba incomprensible; no estaba ciego, no estaba mocho, no estaba cojo... estaba contando cómo había irrumpido en su caserío uno de los grupos armados que operan en su región y luego de... El indiecito siguió hablando, pero ya no era posible escuchar lo que decía; el chofer había encendido la radio. El  indiecito se puso furioso; el no estaba vendiendo confites, ni pasabocas, solo pedía unos minutos de atención para contar su tragedia... El chofer le gritó que ya estaba cansado de que importunaran a los pasajeros con tanto cuento triste, pero entonces la gente le recordó al presunto conductor modelo que tanto él como el resto de choferes de la ciudad eran unos patanes que nunca habían tenido consideración con nadie; finalmente, el chofer le bajó el volumen al radio y el indiecito pudo retomar su historia.
-No voy alargarles el cuento-dijo-; solo quiero pedirle disculpas a las damas aquí presentes... Perdón, señoras, perdón señoritas...
Acto seguido, se bajó el pantalón...
-…les pido que sepan comprenderme-prosiguió-, y que rueguen a Dios para que nunca les ocurra a sus hijos, o a sus esposos, o a sus hermanos, lo que me aconteció a mí…
Se bajó el calzoncillo...
-¡No tenía nada!-exclamó Cele.
-¿No tenía qué, hija?- quiso saber Berta.
Cele intentó explicarse:-Le quedaba eso…como un pellejo... Y abajo todo estaba cosido, cosido a la machota... las puntadas se veían horribles, el hilo se veía horrible... ¡Era horrible!
-Quiere decir que no le colgaban las que debían colgarle-indicó Dionisio.
-¡No tenías que decirlo!-le reclamó Sarita.
-¿No?
-No tenías que ser tan burdo, ¿no ves que Cele sigue mal?
La mujerona se había quedado sin aliento, sin fuerzas, estaba a punto de desvanecerse…
Sus amigas llegaron a una conclusión: Cele necesitaba aire fresco, relajarse, pensar en otra cosa.
-Bueno, nos vamos para la catedral-indicó Sarita, al instante.
-¿Cómo así?-preguntó Sol Caliente.
-Para lo de la cruz, niño-le aclaró Berta-. ¿Ya te olvidaste de la cruz?
No lo había olvidado, ése era el problema…
-¡Sigue pensando en lo otro!-le gritó Sarita.
-No, espérenme, espérenme
-Ah, vienes.
-Voy; no quiero quedarle mal a mamá, lo de la cruz… ¡se la llevaré requete pintada! 
Todos regresaron a Desastres con la cruz de ceniza requete pintada en la frente; habían estado en comunión con Dios durante casi una hora, qué gozo.  
-Divina la ceremonia-indicó Cele, acomodándose en su silla, y luego-: Mí madre tiene razón, no hay mejor médico ni mejor sicólogo que nuestro Señor Jesucristo.
-¡Bendito sea Él!-exclamó Berta.
-Hay que tener fe, mucha fe-recordó Sarita.
¿Qué seguía? El trabajo; lo de Ingrith quedaba para más tarde. En fin, serenas y en paz con Dios las damas procedieron a iniciar sus labores diarias. Los caballeros, por su parte, se encaminaron hacia la Cafetería, en busca del “tintico”; lo traerían a su oficina y a trabajar se dijo, no tenían pensado emprender charla alguna.
-¿Abro la boca?-preguntó luego Sol Caliente, ya con el tintico en la mano.
-Ábrela, Sol.
-Ábrela, qué carajo.
-Va, en el acto… ¿Qué fue eso?
Un grito, ¡Cele otra vez! Y volvió a gritar, durísimo. Los caballeros le dijeron adiós al tintico y echaron a correr hacia la oficina de la mujerona, con una idea en la cabeza: la pobre se había chiflado.
La encontraron desparramada sobre su silla; pálida y desfalleciente. Entre tanto, Berta y Sarita, que a la fija habían volado, intentaban reanimarla. Luego, la oficina fue invadida por la gente de Planeación, Obras... ¡Por, Dios!, ¿acaso querían asfixiar a Cele? Poco a poco, Sol Caliente se encargó de convencer a los invasores de que su presencia  afectaba a la desvanecida; no solo le quitaba el aire, también le impedía salir de su ataque de nervios.
-¿Cuál ataque?-le preguntó Sarita al mensajero, bajito, una vez quedó despejado el panorama.
-¿Y tú qué crees?-le dijo Sol Caliente-, Cele tiene un trauma.
-Eso se nota-indicó Dionisio.
-Miren, ya vuelve-señaló Berta.
En efecto, Cele parecía reaccionar.
-Ay, Dios, lo vi-balbuceó.
-¿Qué viste, mujer? ¿Qué fue lo que viste?-le preguntó Sarita.
Entonces lo dijo: el indiecito había entrado a su oficina.
-¿Qué?-exclamó Berta.
Sarita también se alarmó:-Cálmate, mujer, estás alucinando.
-No, no, lo vi, lo vi…
-¿Estás segura que es el de las...?, los indios son todos iguales.
-Es él-dijo Gregorio.
El Amargado acababa de cruzar la puerta, y por lo visto estaba muy al tanto de lo ocurrido.
-Es el indiecito de Cele-añadió.
-¿De Cele?
-¿Mío? ¡Ay, Dios!
Gregorio no le prestó atención al soponcio de la mujerona:-Tuve que auxiliar al hombre-refirió.
-¿Al hombre?
-Estamos hablando del indio, Sarita, acuérdate. Cele lo espantó.
Berta protestó en el acto:-¡Mira lo que estás diciendo!-, y también Sarita:-¡Cómo te atreves!
Gregorio no le prestó atención a la pataleta de los dos activos:-Cele espantó al pobre hombre. Ahora está siendo atendido en la oficina de la primera Dama...
-¿Lo llevaste allá? ¡Estás loco!-exclamó Sol Caliente; pero no había tiempo para chistes, Gregorio retomó la palabra:
-Voy a simplificarles el asunto-dijo-. Lo que pasa es que al indiecito no solo lo caparon, además de eso le mataron a su mujer y a sus hijos y le quemaron el rancho... ¡Quedó sin nada! Ni el mismo se explica por qué lo dejaron vivo,  por qué Dios le ha permitido sobrevivir.  Es increíble, ¿no?, que ande por ahí después de que... Bueno, ya ustedes lo saben.
-Ay, Dios, pobre tipo-dijo Berta- ¿Pero qué hace aquí?
-Sencillo: quiere saber si la gobernación le puede colaborar en algo; no es mucho lo que alcanza a recoger en los buses. Andaba por ahí, rondando por los pasillos; un viejo se le acercó y le preguntó que buscaba; entonces, el indiecito se animó a contarle su historia y le pidió orientación. El viejo lo condujo hasta Gobierno, pero después no encontraba donde ubicarlo. De pronto, ¡oh, la salvación!: “Mire”, le dijo, indicándole la oficina del fondo, “se le apareció a usted la virgen”…
El indiecito deletreó.
-Decía Atención de Desastres-cuenta ahora el pobre-, yo puedo leer, yo sé leer.
¡Atención de Desastres!
-Entre allí-le indicó el viejo-, allí pueden ayudarle.
-¡No!-exclamó ahora Sarita-No es aquí, ¿cierto?, aquí no es, que yo sepa… ¿Es aquí, Cele?
-Él dice que…
Berta quiso meter la cuchara:-Si es aquí…
-Basta-dijo Dionisio-¿No comprenden?
-¿No comprendemos qué?-le preguntó Sarita.
Tomasito se impacientó:-No es aquí, punto, se acabó el cuento;  que yo sepa nosotros no tenemos velas en ese entierro.
-¿No? ¿Verdad que no?-le preguntó Cele a Gregorio, presa aún de la angustia.      
El Amargado paseó la vista por la oficina…
-¿Entonces?-insistió la mujerona.
Y el Amargado aclaró la situación:-Le aseguro a todos ustedes que el Desastre  del indiecito no le incumbe a Atención de Desastres.
-¡Demasiados desastres!-exclamó Sol Caliente.
-¿Cómo así?
-Los tuyos, Amargado, mencionaste como tres desastres.
-Los míos, por supuesto. Especifico: El caso del señor José Cometa no le incumbe a esta  Oficina.
-¿Cometa?-preguntó Sarita, extrañada.
-Sí, Cometa, ése es su apellido; tenga usted presente, mi querida dama, que se trata de un indígena.
-Los indios tienen nombres raros, ¿no?, nombres de plantas o cosas así, hasta de animales.
-¡Dios mío!-exclamó Cele.
¿De vuelta a la imagen que tanto la atribulaba? No sabe explicarse.
-¿Qué le harían a su mujer?-insiste en preguntar Berta.
-Alguna barbaridad-se le ocurre decir a Sarita.
FIN